lunes, 17 de octubre de 2011

Microficciones (por Eduardo Fabregat)

Otra imperdible columna de Fabregat este domingo pasado en "Página 12".
Ay! los spots publicitarios de algunos políticos...


Por Eduardo Fabregat

Uno termina deseando que al fin llegue el maravilloso día en que comienza la veda política y la tanda vuelve a ser ese surtido de ficciones, construcciones y exageraciones en las que siempre hay algo de verdad –si no, la cosa no funciona–, pero dedicadas a yogures, autos, pañales, teléfonos celulares y otros artículos. La Ley Electoral impulsada por el kirchnerismo, que da espacios gratuitos a todas las agrupaciones políticas (incluso a aquellas que afirman que el kirchnerismo es una máquina de ahogar opiniones diferentes), democratizó notablemente las posibilidades de proselitismo, pero infló de manera igualmente notable la paciencia del ciudadano.

Cada medio debió cumplir la ley y así no quedó spot sin pasar, una y otra vez, a veces montados unos sobre otros y repetidos para cumplir con los minutos por hora. La democracia permite que todos puedan decir lo que quieran en pos del voto y está bien, pero pocos piensan en el efecto que esa metralleta de slogans y marketing produce en el que escucha, el que ve. Y es que la publicidad política ciertamente se ha sofisticado (uno repasa las campañas televisivas de 1983 y le da ternurita), pero algo está sucediendo en la formación de creativos publicitarios porque en demasiadas ocasiones al asunto se le ven los hilitos. Aun en HD, la berretada es berretada.

Hay que convenir que los creativos no las tienen todas consigo. Algunos productos son muy difíciles de vender, y el cliente no atiende razones: como un fabricante que quiere una campaña exitosa para su helado de rúcula y remolacha, hay tipos que no pasarán del único dígito, y saben que es así, y el equipo de campaña sabe que es así, pero todos se hacen los distraídos y le dan forma a spots que son puro verso. Pero una de las consecuencias de la era de la hiperconexión e hiperinformación es que el público maneja variables antes reservadas a quienes estaban en el ajo. Hoy, el mozo de la esquina (quizá él antes que nadie) advierte el cálculo en la sonrisa y la manito de ese candidato, la sonrisa necesitada de Activia de aquella otra, la frase increíble en el más literal de los sentidos pronunciada con gesto altivo y desafiante. La respuesta inevitable es una sacudida de cabeza, acompañada por algo parecido a “Estos me toman de pelotudo...”.

La narrativa de los avisos de CFK es una de las razones de lo que vienen cantando las encuestas. En un astuto giro que desmarca a su campaña, la voz de Cristina protagoniza algunos spots, pero en otros se corre para que el relato lo haga otro. No actores contratados y cuidadosamente seleccionados para fingir naturalidad en su “Yo lo voto”: personas de carne y hueso, cuya historia de vida sirve como poderoso ejemplo de qué tiempos se viven en la Argentina. Hay una épica, una emoción en el relato de la científica que volvió, el programador que no se fue a Australia, el operario de astillero que recuperó la dignidad del trabajo, el pibe campeón de Matemática, la viejita de tierra adentro –y sus 13 hijos– con TV digital, que tiene todo lo que les falta a candidatos que aseguran que esto es un desastre y es imperioso cambiar. Artificiosos los gestos y los conceptos, algunos spots rozan lo surrealista.

Tener un programa diario en una radio (AM 750) hace que uno quede expuesto a una cantidad perjudicial de mensajes políticos. Algunas piezas son microficciones por momentos divertidas, por momentos exasperantes, en cierto punto delirantes y muchas veces ilustrativas del pensamiento lineal que aqueja a los políticos medio pelo. Uno se pregunta cuánta astucia puede haber en un candidato que cree que gritar con el dedito en alto demuestra carisma y convicción. “Si le ponemos un yoyó hace el columpio, el perrito y esas cosas”, sugirió Erica García (@ericagarcia11) en Twitter, y la salida humorística es un excelente ejemplo de cuál es la real percepción del asunto. Se estrena el spot en el que el hombre de Chascomús “le habla” a Cristina, y da ganas de decirle que se niegue a pagar la factura de la agencia. En la tanda aparece la señora que anunció un 13 por ciento de descuento a trabajadores y jubilados pidiéndoles a los sindicalistas “que les devuelvan la plata a los trabajadores”: cuesta abstenerse del comentario cuando se enciende la luz roja. El candidato colombiano se muestra conciliador y comprensivo en la radio con ese “Entendí, entendí lo que pasó el 14 de octubre”, y reserva para los cines un comercial chocante y desagradable, cargado de violencia y pleno de estigmatizaciones de la negrada. Un desfile para el Oscar.

Las microficciones seguirán hasta el jueves. Después, al fin, será el turno de la realidad.

sábado, 2 de abril de 2011

Valiente muchachada (por Gustavo Nielsen)

Va desde acá mi humilde homenaje a esos pobres chicos que mandaron a la muerte en 1982. Este texto lo leí en la página de "Cruzagramas" y me conmovió hasta los huesos.

Valiente muchachada (un texto de Gustavo Nielsen)

Escribo de lo que me da miedo.
Mi memoria trabaja de un modo particular que nunca termino de entender. Puede estar obsesionada con algunos detalles y recordarlos como a amigos muertos, y de repente olvidarlos como si jamás hubieran existido. Eso me pasa con el recuerdo de mi Servicio Militar. Hay detalles puntuales que concentran la memoria de toda la guerra, de esos días oscurecidos por los nervios, y cosas importantes que no sé por qué olvidé.
Cuando estábamos por salir del Distrito hasta Punta Alta, para hacer la instrucción, le pedí un favor a un chico que no conocía. Él se estaba despidiendo de su abuela. La señora lloraba. Yo había supuesto que no íbamos a salir esa misma tarde, sino un día o dos después. Ni siquiera había dejado un mensaje en casa. Escribí el número de teléfono en un papel, para que la señora pudiera avisarle a mis padres. A las dos horas viajábamos con el chico en el mismo tren militar. Era carpintero y vivía en Ramos Mejía. Anoté su número de teléfono y lo guardé.
Me habían destinado al Crucero “General Belgrano”. Estábamos a dos semanas de que empezara lo de Malvinas. Yo era radarista; recorría los pasillos metálicos del buque desde la planchada hasta la sala de mandos. Las puertas eran rectángulos con los vértices curvos; había que levantar los pies para pasar de un compartimiento al otro. Llegué a dormir muchas noches a bordo, en la cucheta que tenía asignada, dentro de un camarote para seis conscriptos. El espacio entre cuchetas era tan angosto que hacía difícil el despertar sin golpear con la cabeza en el elástico superior. La sala de radares del Belgrano, con la luz apagada, parecía la cabina de un avión. La luz de cada pantalla daba sobre nuestras caras con distintos tonos de amarillos y verdes. Era algo mágico, que me tocaba hacer por el simple mérito de ser universitario (había rendido correctamente el examen de ingreso a Arquitectura) y porque todavía no había llegado mi pase para la Capital.
Pero una mañana llegó; el peligro de la guerra era grande y mi padre, que hasta ahí no había reaccionado porque creía que la colimba iba a poder templar mi carácter podrido, hizo funcionar sus contactos de urgencia. Yo estaba feliz porque volvía. Para cubrir mi lugar en el buque recomendé al carpintero, que para ese entonces era mi amigo, y porque a él le encantaba estar ahí. Nos dimos un abrazo de despedida. Volví a Buenos Aires con un mensaje tranquilizador para su abuela: ese barco estaba mal pertrechado; jamás iba a moverse demasiado lejos del puerto.
Torpedearon el Belgrano un domingo a la siesta. Yo estaba en Castelar, acababa de almorzar y tenía abierta la ventana del dormitorio. Desde la calle venía un murmullo extraño, como de procesión. Valiente muchachada de la Armada.
Conservé el teléfono del carpintero durante largos meses. Llamaba casi todos los domingos; de tarde, de noche, de mañana. Siempre contestaba la abuela. Oía su voz y cortaba inmediatamente. A cada rato me acordaba de él. Lo veía perdido en una balsa, mojado, viendo escorar su radar en medio de vientos de huracán. Imaginaba los ahogados, el incendio del impacto, la fisura en la piel del crucero. Las sonrisas inglesas. Cada vez que marcaba ese número veía la gente cayendo desde cubierta, chupada por la vuelta de campana, absorbida hasta un fondo sin peces ni luces. Veía apagarse la estela final del radar, esa luciérnaga giratoria que dirigía mi amigo.
“Soy una mujer vieja y me está asustando”, dijo un día su abuela, cansada de atender un teléfono vacío. Entonces quemé el papel con el número escrito en mi letra. Y, aunque ya lo sabía de memoria, me esforcé por no llamar. Pasó un año. Sentí que el momento de la verdad había llegado. Junté el coraje necesario para decirle a la señora que quería saber de su nieto, enterarme de lo que hubiera sucedido. Malo o bueno. Quería decirle que yo no había tenido la culpa, que lo recomendé para el puesto porque él ansiaba eso, porque le fascinaban esas pantallas luminosas y exóticas, como televisores con la imagen deshecha. Marqué el número. Me atendió otra voz. Mi memoria, en un ingenuo modo de defensa, había cambiado las cifras.
Hoy ese chico debe tener cuarenta y dos años. Sé que es petiso, morocho, de buen reír, y tiene las manos llenas de callos.



Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Fue radarista en el Crucero General Belgrano. Es arquitecto y escritor. Ha publicado Playa quemada (cuentos, Alfaguara, 1994), La flor azteca (novela, Planeta, 1997), El amor enfermo (novela, Alfaguara, 2000), Marvin, (cuentos, Alfaguara, 2004), Auschwitz (novela, Alfaguara, 2004) y Adiós, Bob (cuentos, Klizkowsky Publisher, 2006).