lunes, 17 de octubre de 2011

Microficciones (por Eduardo Fabregat)

Otra imperdible columna de Fabregat este domingo pasado en "Página 12".
Ay! los spots publicitarios de algunos políticos...


Por Eduardo Fabregat

Uno termina deseando que al fin llegue el maravilloso día en que comienza la veda política y la tanda vuelve a ser ese surtido de ficciones, construcciones y exageraciones en las que siempre hay algo de verdad –si no, la cosa no funciona–, pero dedicadas a yogures, autos, pañales, teléfonos celulares y otros artículos. La Ley Electoral impulsada por el kirchnerismo, que da espacios gratuitos a todas las agrupaciones políticas (incluso a aquellas que afirman que el kirchnerismo es una máquina de ahogar opiniones diferentes), democratizó notablemente las posibilidades de proselitismo, pero infló de manera igualmente notable la paciencia del ciudadano.

Cada medio debió cumplir la ley y así no quedó spot sin pasar, una y otra vez, a veces montados unos sobre otros y repetidos para cumplir con los minutos por hora. La democracia permite que todos puedan decir lo que quieran en pos del voto y está bien, pero pocos piensan en el efecto que esa metralleta de slogans y marketing produce en el que escucha, el que ve. Y es que la publicidad política ciertamente se ha sofisticado (uno repasa las campañas televisivas de 1983 y le da ternurita), pero algo está sucediendo en la formación de creativos publicitarios porque en demasiadas ocasiones al asunto se le ven los hilitos. Aun en HD, la berretada es berretada.

Hay que convenir que los creativos no las tienen todas consigo. Algunos productos son muy difíciles de vender, y el cliente no atiende razones: como un fabricante que quiere una campaña exitosa para su helado de rúcula y remolacha, hay tipos que no pasarán del único dígito, y saben que es así, y el equipo de campaña sabe que es así, pero todos se hacen los distraídos y le dan forma a spots que son puro verso. Pero una de las consecuencias de la era de la hiperconexión e hiperinformación es que el público maneja variables antes reservadas a quienes estaban en el ajo. Hoy, el mozo de la esquina (quizá él antes que nadie) advierte el cálculo en la sonrisa y la manito de ese candidato, la sonrisa necesitada de Activia de aquella otra, la frase increíble en el más literal de los sentidos pronunciada con gesto altivo y desafiante. La respuesta inevitable es una sacudida de cabeza, acompañada por algo parecido a “Estos me toman de pelotudo...”.

La narrativa de los avisos de CFK es una de las razones de lo que vienen cantando las encuestas. En un astuto giro que desmarca a su campaña, la voz de Cristina protagoniza algunos spots, pero en otros se corre para que el relato lo haga otro. No actores contratados y cuidadosamente seleccionados para fingir naturalidad en su “Yo lo voto”: personas de carne y hueso, cuya historia de vida sirve como poderoso ejemplo de qué tiempos se viven en la Argentina. Hay una épica, una emoción en el relato de la científica que volvió, el programador que no se fue a Australia, el operario de astillero que recuperó la dignidad del trabajo, el pibe campeón de Matemática, la viejita de tierra adentro –y sus 13 hijos– con TV digital, que tiene todo lo que les falta a candidatos que aseguran que esto es un desastre y es imperioso cambiar. Artificiosos los gestos y los conceptos, algunos spots rozan lo surrealista.

Tener un programa diario en una radio (AM 750) hace que uno quede expuesto a una cantidad perjudicial de mensajes políticos. Algunas piezas son microficciones por momentos divertidas, por momentos exasperantes, en cierto punto delirantes y muchas veces ilustrativas del pensamiento lineal que aqueja a los políticos medio pelo. Uno se pregunta cuánta astucia puede haber en un candidato que cree que gritar con el dedito en alto demuestra carisma y convicción. “Si le ponemos un yoyó hace el columpio, el perrito y esas cosas”, sugirió Erica García (@ericagarcia11) en Twitter, y la salida humorística es un excelente ejemplo de cuál es la real percepción del asunto. Se estrena el spot en el que el hombre de Chascomús “le habla” a Cristina, y da ganas de decirle que se niegue a pagar la factura de la agencia. En la tanda aparece la señora que anunció un 13 por ciento de descuento a trabajadores y jubilados pidiéndoles a los sindicalistas “que les devuelvan la plata a los trabajadores”: cuesta abstenerse del comentario cuando se enciende la luz roja. El candidato colombiano se muestra conciliador y comprensivo en la radio con ese “Entendí, entendí lo que pasó el 14 de octubre”, y reserva para los cines un comercial chocante y desagradable, cargado de violencia y pleno de estigmatizaciones de la negrada. Un desfile para el Oscar.

Las microficciones seguirán hasta el jueves. Después, al fin, será el turno de la realidad.

sábado, 2 de abril de 2011

Valiente muchachada (por Gustavo Nielsen)

Va desde acá mi humilde homenaje a esos pobres chicos que mandaron a la muerte en 1982. Este texto lo leí en la página de "Cruzagramas" y me conmovió hasta los huesos.

Valiente muchachada (un texto de Gustavo Nielsen)

Escribo de lo que me da miedo.
Mi memoria trabaja de un modo particular que nunca termino de entender. Puede estar obsesionada con algunos detalles y recordarlos como a amigos muertos, y de repente olvidarlos como si jamás hubieran existido. Eso me pasa con el recuerdo de mi Servicio Militar. Hay detalles puntuales que concentran la memoria de toda la guerra, de esos días oscurecidos por los nervios, y cosas importantes que no sé por qué olvidé.
Cuando estábamos por salir del Distrito hasta Punta Alta, para hacer la instrucción, le pedí un favor a un chico que no conocía. Él se estaba despidiendo de su abuela. La señora lloraba. Yo había supuesto que no íbamos a salir esa misma tarde, sino un día o dos después. Ni siquiera había dejado un mensaje en casa. Escribí el número de teléfono en un papel, para que la señora pudiera avisarle a mis padres. A las dos horas viajábamos con el chico en el mismo tren militar. Era carpintero y vivía en Ramos Mejía. Anoté su número de teléfono y lo guardé.
Me habían destinado al Crucero “General Belgrano”. Estábamos a dos semanas de que empezara lo de Malvinas. Yo era radarista; recorría los pasillos metálicos del buque desde la planchada hasta la sala de mandos. Las puertas eran rectángulos con los vértices curvos; había que levantar los pies para pasar de un compartimiento al otro. Llegué a dormir muchas noches a bordo, en la cucheta que tenía asignada, dentro de un camarote para seis conscriptos. El espacio entre cuchetas era tan angosto que hacía difícil el despertar sin golpear con la cabeza en el elástico superior. La sala de radares del Belgrano, con la luz apagada, parecía la cabina de un avión. La luz de cada pantalla daba sobre nuestras caras con distintos tonos de amarillos y verdes. Era algo mágico, que me tocaba hacer por el simple mérito de ser universitario (había rendido correctamente el examen de ingreso a Arquitectura) y porque todavía no había llegado mi pase para la Capital.
Pero una mañana llegó; el peligro de la guerra era grande y mi padre, que hasta ahí no había reaccionado porque creía que la colimba iba a poder templar mi carácter podrido, hizo funcionar sus contactos de urgencia. Yo estaba feliz porque volvía. Para cubrir mi lugar en el buque recomendé al carpintero, que para ese entonces era mi amigo, y porque a él le encantaba estar ahí. Nos dimos un abrazo de despedida. Volví a Buenos Aires con un mensaje tranquilizador para su abuela: ese barco estaba mal pertrechado; jamás iba a moverse demasiado lejos del puerto.
Torpedearon el Belgrano un domingo a la siesta. Yo estaba en Castelar, acababa de almorzar y tenía abierta la ventana del dormitorio. Desde la calle venía un murmullo extraño, como de procesión. Valiente muchachada de la Armada.
Conservé el teléfono del carpintero durante largos meses. Llamaba casi todos los domingos; de tarde, de noche, de mañana. Siempre contestaba la abuela. Oía su voz y cortaba inmediatamente. A cada rato me acordaba de él. Lo veía perdido en una balsa, mojado, viendo escorar su radar en medio de vientos de huracán. Imaginaba los ahogados, el incendio del impacto, la fisura en la piel del crucero. Las sonrisas inglesas. Cada vez que marcaba ese número veía la gente cayendo desde cubierta, chupada por la vuelta de campana, absorbida hasta un fondo sin peces ni luces. Veía apagarse la estela final del radar, esa luciérnaga giratoria que dirigía mi amigo.
“Soy una mujer vieja y me está asustando”, dijo un día su abuela, cansada de atender un teléfono vacío. Entonces quemé el papel con el número escrito en mi letra. Y, aunque ya lo sabía de memoria, me esforcé por no llamar. Pasó un año. Sentí que el momento de la verdad había llegado. Junté el coraje necesario para decirle a la señora que quería saber de su nieto, enterarme de lo que hubiera sucedido. Malo o bueno. Quería decirle que yo no había tenido la culpa, que lo recomendé para el puesto porque él ansiaba eso, porque le fascinaban esas pantallas luminosas y exóticas, como televisores con la imagen deshecha. Marqué el número. Me atendió otra voz. Mi memoria, en un ingenuo modo de defensa, había cambiado las cifras.
Hoy ese chico debe tener cuarenta y dos años. Sé que es petiso, morocho, de buen reír, y tiene las manos llenas de callos.



Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Fue radarista en el Crucero General Belgrano. Es arquitecto y escritor. Ha publicado Playa quemada (cuentos, Alfaguara, 1994), La flor azteca (novela, Planeta, 1997), El amor enfermo (novela, Alfaguara, 2000), Marvin, (cuentos, Alfaguara, 2004), Auschwitz (novela, Alfaguara, 2004) y Adiós, Bob (cuentos, Klizkowsky Publisher, 2006).

jueves, 16 de diciembre de 2010

Titular (por Rodrigo Fresán)

Hace rato también que vengo siguiendo las contratapas de Rodrigo Fresán, tienen esa excelente mezcla de actualidad con literatura, ese hilvanar de noticias o anécdotas que parece que no tienen nada que ver, y que al final encajan tan bien...
Si algo le tengo que agradecer al "Página 12", es haberme hecho conocer a gente que escribe de puta madre.
De paso, nos enteramos que en España anda todo medio a los tumbos y que acá no estamos tan mal como nos quieren hacer creer. Se las dejo:


Titular

Por Rodrigo Fresán

UNO
Tal vez por mi muy larga y ancha relación amistosa y profesional con este diario –que supo revolucionar la especie a mediados de los ’80– siempre he sido muy sensible al método con que se titulan las noticias en la prensa escrita. Y siempre busco algo nuevo, algo que me intrigue. Pero se sabe: la mayoría de los periódicos se aferran todavía a esa idea de que las letras grandes y gruesas deben arreglárselas para sintetizar aquello que se notificará ahí abajo, en letras más pequeñas. Así, el título como capitel y la información, sosteniéndolo, en un número de columnas a convenir. Algo de bueno tiene esta actitud retro o clásica: en muchas ocasiones no hace falta seguir leyendo y el efecto irritante es inmediato y, por lo tanto, también pasa más rápido. De este modo, los últimos días por aquí han estado marcados por el ruido blanco y negro de la resaca del plantón de los controladores aéreos; el waka-waka de Wikileaks (conmueve la ingenuidad adolescente y casi nerd de inactivos activistas calzando la máscara del anarquista V de V de Vendetta haciendo de este personaje de comic el reemplazo más o menos natural del póster-boy y para muchos ya personaje de historieta conocido como Ernesto “Che” Guevara); el asesinato de tres hijos a manos de sus dos madres (la primera no quería que su nueva pareja se asustara por semejante carga y saliera volando, la segunda temía que la custodia fuera otorgada a su ex marido); la revelación de que una admirada y modélica atleta española parecía estar metida en el comercio y reparto de sustancias prohibidas y transfusiones poco deportivas; las encuestas en las que sube el PP y baja el PSOE (con esa última esperanza llamada Alfredo Pérez Rubalcaba insinuando que no cuenten con él para la debacle del 2012 con la funeraria frase “el cementerio está lleno de imprescindibles”); el modus operandi de un asesino serial que descubrió que si se empleaba como celador de asilo iba a poder matar viejitos sin que lo siguiera la gente del C.S.I. y que si lo atrapaban hasta podría aducir motivos humanitarios; las tres décadas de la noche triste en la que Lennon dejó de imaginar que no hay cielo; la prolongación (o no) del ¡¡¡ESTADO DE ALARMA!!! para así garantizar la Feliz Navidad y el Próspero Año Nuevo del espacio aéreo; el tránsito hasta el más mínimo detalle de Mario Vargas Llosa por Estocolmo y alrededores (incluyendo hasta moretones en su ilustre trasero), y la pésima salud continental de un mundo más viejo que nunca llamado Europa donde los jóvenes van perdiendo esa paciencia que es lo único a lo que pueden aspirar (junto a estimulantes varios) tal como están las cosas.

Y cuando pensaba que ya todo estaba perdido (me refiero aquí a la edición catalana de El País del pasado miércoles), debajo de una sabinesca rima involuntaria como Nota A (“Los vecinos se quejan del hedor del abandonado museo del Alcantarillado”) me quedé petrificado frente a (Nota B, pie de página, firma de F. Balsells) lo que sigue: “Casi ocho años de cárcel para el hombre que mató a un anciano por haberle tocado el culo”.

Y pensar que hay gente que sólo lee el diario para ver cómo andan las cosas.

DOS
Y, sí, de acuerdo: era un titular clásico. Dos líneas, clara descripción de lo acontecido. Pero, también, la palabra “culo” (que siempre llama y llamará la atención en el titular de un diario) y el tenue misterio de lo que allí se recontaba. Así que seguí leyendo y dejé de lado –para más tarde– el detalle del menú de lo que había comido Vargas Llosa la noche antes de recibir el Nobel o el número y el volumen en mililitros de las lágrimas derramadas por escritor y familiares durante la lectura de su discurso de aceptación y agradecimiento. Pero antes de informarme de lo sucedido, reflejos automáticos y libres asociaciones de ideas: “Casi ocho años de cárcel...” (lo que la Fiscalía pide para los controladores aéreos presuntos culpables del delito de sedición y acusados de tocarles el culo a cientos de miles de viajeros frustrados durante el pasado puente) “...para el hombre que mató a un anciano” (esa carita de inocente de Joan Vila, celador del geriátrico de Olot, despachador de once ancianos que lo idolatraban y a los que obligaba a ingerir productos de limpieza cáusticos y corrosivos) “...por haberle tocado el culo” (Mario Vargas Llosa se cayó haciendo “piruetas” a pedido de un fotógrafo sueco, de ahí un “culo morado” consecuencia de, según su agente, “un culazo de aúpa” y, detallaba la crónica, que “ese culazo fue lo de menos, pues la hinchazón progresiva de la nalga sólo podía vérsele en la intimidad...”. Y, de verdad, ¿hace falta enterarse de todo esto?). Enseguida, el eco de que en esa noticia –la del hombre que mató al anciano por haberle tocado el culo– había como un destello de comienzo del inglés Alan Hollinghurst (quien el año que viene publicará, por fin, su quinta novela) en variación cítrico/automatizada y drugo/ultraviolenta o algo así y, lo siento, así funciona (o así no funciona) la cabeza de quien firma estas líneas.

Y así le/me va.

Y pensar que hay gente que nunca piensa en este tipo de cuestiones ni escribe una contratapa a la semana.

TRES
El contenido, entonces. Todo sucedió en junio del 2007, en el baño de la estación de autobuses de Tarragona. No se ofrece nombre ni iniciales de la víctima, pero sí edad: 83 años. Del victimario, en cambio, sabemos que, además de contar por aquellas fechas con 32 años, es de nacionalidad ucraniana y responde a las señas de Pavlo (así, con v corta, diga lo que diga la RAE) Ch. Sabemos también que el ucraniano se encontraba orinando, que había pasado bebiendo buena parte de la mañana luego de discutir con su esposa, y que “Vino un señor por detrás, me tocó el culo y dijo ‘¡Qué culo tan bonito!’ Luego le grité que era un maricón”. Enseguida, “una salva de golpes y patadas” del centroeuropeo al mediterráneo, el anciano intentando en vano protegerse con su bastón y luego, ante el juez, Pavlo Ch. intrigado porque “no me explico cómo murió si los golpes no fueron tan fuertes”.

Y eso es todo.

Y pensar que Gustave Flaubert escribió Madame Bovary a partir de un recorte de periódico más o menos parecido.

CUATRO
Samuel Taylor Coleridge soñó el poema “Kubla Khan”, Jack Nicklaus mejoró su swing luego de soñar una nueva manera de aferrar su palo de golf, Robert Louis Stevenson soñó al Dr. Jekyll (y a Mr. Hyde), Martín Luther King soñó que tuvo un sueño, y yo –más humilde– soné el final de esta contratapa que no sabía cómo terminar.

En mi sueño yo estaba en un aeropuerto en el que todos los vuelos habían sido cancelados. Por los altoparlantes se oía a Lennon cantar “Imagina que no hay espacio aéreo” y –en estado de alarma, muy preocupado porque me habían adelantado que Wikileaks filtraría e-mails míos en los que pedía un aumento de dinero por mis colaboraciones a una revista latinoamericana cuya denominación no viene al caso– yo entraba al baño y ahí estaba Mario Vargas Llosa. Al verlo, yo me caía de culo, me daba un culazo de aúpa y mi flamante ejemplar de la nueva novela de Hollinghurst iba a dar a un charco de (rima) meada dopada. Vargas Llosa me ayudaba a levantarme y me preguntaba si me estaba al tanto por El País de que no funcionaba el ascensor de su casa en Madrid, asunto que lo tenía muy preocupado. Estaba por responderle que por supuesto (y que también había leído todo lo referente al signo zodiacal de su otoñal portero, próximo a retirarse en un coqueto residencial de Olot) cuando de pronto, en uno de los orinales, alguien con una máscara de V saltaba sobre un anciano que gemía “No te vayas, Rubalcaba... Eres lo único que nos queda a los votantes socialistas”. De golpe, una de las puertas de los cubículos del baño se abría y allí estaban tres niños, sus ojos en blanco, cantando “La sonrisa de mamá”, aquel hit de Palito Ortega que supo torturar mi infancia y que, seguro, resuena ahora por los pasillos de Guantánamo y del lugar donde irá a parar el futuro Nobel de la Paz Julian Assange, condenado –informaban las pantallas del aeropuerto– a escribir varios millones de veces “No volveré a decirle ‘Qué culo tan bonito’ a una mujer en Estocolmo o en ninguna otra ciudad de Suecia”.

Y –ahí me desperté gritando, me duché, me vestí y salí a comprar un montón de páginas con titulares frescos– pensar que hay gente que sólo sueña con los angelitos.

Link a la nota original: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-158690-2010-12-15.html

domingo, 28 de noviembre de 2010

De regreso, Mirtha (por Eduardo Fabregat)

Hace rato que sigo las columnas de este muy buen periodista en "Página 12".
Hoy me decidí a publicar esta en Cajón desastre, debido a la ola de periodismo berreta que salió a buscar los trapitos sucios de Federico Luppi, en lugar de ponerse a analizar si está bien o no lo que dijo sobre la ¿señora? Mirtha Legrand.
Espero que la disfruten y saquen de ella alguna buena reflexión.


De regreso, Mirtha


Por Eduardo Fabregat


La escena se desarrolla en el blanco y negro televisivo de 1978 y el audio tiene su soplido, pero las palabras llegan con absoluta claridad. Almuerzan con la señora Mirtha Legrand el señor Claudio Levrino, actor; la señora Susana Giménez, actriz, vedette; la señorita Ginette Reynal, modelo; y el señor Laureano Brizuela, cantante. Y es Brizuela, precisamente, el que lleva la voz cantante con eso de la “campaña antiargentina en el exterior”, a lo que todos asienten enfáticamente: “Nadie sabe la tranquilidad que se respira acá, ahora más que nunca”, dice el muchachito de traje blanco, y Susana señala que “lo que detesto más en la vida es que la gente juzgue algo que no conoce”, y Mirtha repite que “estamos viendo una campaña organizada”. Y luego todos se emocionan por el Mundial, y por cómo “nos nacionalizó, nos argentinizó”, y la señora apunta que fue al último partido y todos lloraban y el presidente Videla también, el presidente tenía lágrimas en los ojos, y que se acuerda y se emociona de nuevo. Y cierra: “¿Qué tal está el postre, está rico, chicos?”

Esta semana, en un programa televisivo de Uruguay, Federico Luppi pateó el hormiguero: “No sé qué me irrita más de Mirtha: si su profunda y extensa ignorancia o el estado totalmente reaccionario de su alma. Un alma pobre. Dice cosas que son realmente agresivas y que desmienten la capacidad humana que tenemos de convivir”. Cuando se le mostró una foto de Giménez, el actor pidió permiso para utilizar términos fuertes y señaló que “Susana caga por la boca”. Dolida, la diva de los almuerzos pidió que la Presidenta “tome cartas en el asunto” y no dudó en apuntar al Gobierno por las declaraciones de un particular. “Utilizó el mismo término que Aníbal Fernández. ¿Quiénes les dan letra a los que hablan mal de las figuras? Jamás en mi vida vi algo así. Hay alguien que les da letra. El Gobierno debería fijarse cómo hablan los actores que promueven. ¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Una dictadura?” Susana prefirió apuntar que “las declaraciones me sorprendieron... Me dijeron que no está muy bien, la verdad que no tengo nada que decir, para mí fue un gran actor y bueno, estará pasando un mal momento”. No faltó quien disparara munición gruesa sobre Luppi aludiendo a cuestiones de su vida privada, solapando las causas del brulote, el porqué de la referencia a esas dos figuras.

Hace un tiempo, en una nota con Oscar González Oro en C5N, Susana señaló que “la gente creía que sabíamos lo que pasaba y lo apañábamos, pero no sabíamos, sabíamos que hubo una cosa de los dos lados, una guerra. Pero ya basta de eso, hay que olvidar, lo que pasó, pasó”.

Mirtha Legrand se define como una persona de centro, adoradora de la democracia.

Laureano Brizuela, que en 1978 ya residía fuera del país, vive desde los ’80 en México, donde incluso pasó cuatro meses preso por una evasión fiscal que había cometido su manager. En un momento de su carrera se empezó a vestir de cuero negro y se hizo llamar “El Angel del Rock”. Sigue vistiéndose así. Su página de Facebook está llena de banderas argentinas.

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Algo está sucediendo en el mundo de la cultura. Después del episodio de Federico Luppi, Julia Zenko y Marilina Ross declinaron participar de un almuerzo de Mirtha, que admitió que le señalaron “diferencias ideológicas” y volvió a preguntarse con asombro “¿qué es esto, actores contra actores?” Pero la señora, como le erraba en la apreciación de lo que sucedía en el país en 1978, vuelve a errarle. Lo que está sucediendo no es un “enfrentamiento” entre artistas. En un momento en el que la militancia y la política vuelven a tener un valor perdido en años de vaciamiento ideológico o crisis terminal, el mundo de la cultura y el espectáculo también ha decidido dejar de guardar ciertas formas diplomáticas y marcar una diferencia. Tomar partido por un proyecto que cree más cercano a sus principios, y no guardarse su opinión cuando alguien del medio –alguien que celebró una dictadura genocida– homologa al actual gobierno con una dictadura, sugiere que las parejas gay violan a sus hijos u ofende a un muerto llorado por decenas de miles de personas ventilando delirios sobre su féretro, o deslizando que muchas de esas personas fueron “pagadas por alguien”.

En los días que siguieron a la muerte de Néstor Kirchner, Martín Souto apuntó que le resultaba muy significativo que entre todas las personalidades que ocuparon el estudio de 6 7 8 el 27 de octubre no había podido identificar “ni un solo hijo de puta”. No quería decir que la adhesión a la figura de Néstor los convirtiera en ángeles: aludía a la trayectoria de esas personas, a la integridad, a la imposibilidad de encontrar archivos en los que esos artistas adhieran a una dictadura asesina o aboguen por echar tierra sobre crímenes de lesa humanidad. A un compromiso con ciertos ideales de vida, de cultura, de educación y de contención social que encuentran un reflejo de inédito poder en la Rosada.

Resulta curioso que haya personajes escandalizados que se empeñen en conferirle a la palabra “oficialista” una carga peyorativa, descalificadora, por la que los muchos artistas e intelectuales que simpatizan con el proyecto deberían sentir vergüenza. Cuando fueron oficialistas de Jorge Rafael Videla, Leopoldo Galtieri, Carlos Menem o Domingo Cavallo, esos personajes no se escandalizaban ni le asignaban a la palabra oficialismo la misma carga. Ellos también se sintieron identificados con esos proyectos, y es válido: cada cual tiene derecho a creer en lo que quiera y sienta que está bien. Pero cabe preguntarse quién les extendió patente moral para señalar con desprecio a quienes se ponen la camiseta de Cristina.

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Corresponde un párrafo aparte para los músicos de rock, que a comienzos de octubre protagonizaron una movilización inédita para alertar sobre la situación en Buenos Aires con respecto a la música en vivo. Durante tres lunes consecutivos cortaron la Avenida de Mayo para difundir el estado de clausura que impera en la ciudad, y para exigir al gobierno de Mauricio Macri que ponga en marcha la Ley de Fomento a la Música, sancionada un año atrás. El ministro de Cultura, Hernán Lombardi, escribió y firmó una carta en la que se comprometía a reglamentar la Ley 3022 en un mes. El mes se cumplió el miércoles 10, pero Lombardi hizo su parte: al día de hoy, el expediente está en la Secretaría Legal del GCBA, esperando que Macri regrese de su luna de miel para firmarlo.

El 15 de noviembre, un nuevo grupo apareció en Facebook. No uno de esos grupos que se conforman con la virtualidad, sino uno decidido a que siga fructificando el espíritu de participación y militancia que desató la muerte de Kirchner. Uno que ya se mostró en el escenario de la Plaza en el homenaje del viernes. Hasta la fecha, Músicos con Cristina posee 1995 miembros: Isabel de Sebastián, Federico Gil Solá, Mavi Díaz, Tito Losavio, Celsa Mel Gowland, Leo García, Super Ratones, Gustavo Santaolalla, Fabiana Cantilo, Marcelo Moura, Hilda Lizarazu, Teresa Parodi, Rodolfo García, Víctor Heredia, Miguel Zavaleta, Peteco Carabajal, Manuel Moretti, Ulises Butrón, Marcelo Moura, Willy Crook, Rita Cortese, Kubero Díaz, Marián y el Chango Farías Gómez, Dolores Solá, Los 4 Vientos son sólo algunos de los firmantes y adherentes de una carta de intención que señala: “Sabemos que se ha avanzado mucho en la concreción de medidas que apuntan a la inclusión y la justicia social, al fortalecimiento de los derechos humanos, a la recuperación económica del país, a la integración latinoamericana y al desarrollo de medios libres y democráticos, entre otros logros. Creemos que todavía falta mucho por hacer y estamos convencidos de que la única posibilidad que tenemos de seguir avanzando está ligada a la continuidad del actual modelo. Estamos firmemente decididos a aportar desde nuestra experiencia, generando un espacio para debatir y convocar desde la música y la palabra, un lugar para ser testigo y parte de una batalla cultural que apunte a una sociedad cada vez más justa, tolerante y solidaria. Convocamos a quienes quieran acompañarnos, más allá de pertenencias partidarias, a que se sumen a nuestra propuesta para apoyar al mejor gobierno del que tenemos memoria”.

Como diría Mirtha: otra campaña organizada.

Link a la nota original publicada en el diario Página 12 de hoy (28/11/2010): http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/2-20073-2010-11-28.html

lunes, 30 de agosto de 2010

Pájaros volando


Pájaros volando
Pájaros volando

Volando dentro de mí


Ese sería algo así como el estribillo del "hit" que le da título a la nueva película de Nestor Montalbano, el director de Todo por 2 pesos y Soy tu aventura.
La película me encantó, está llena de esos personajes medio kitsch, medio tiernos, medio locos a los que nos tiene acostumbrados el director, y a los que le pone muy bien la cara y el cuerpo ese gran humorista y también gran actor que es Diego Capusotto. Ni hablar del personaje de Luis Luque, que entra a fondo en la historia desde la primera escena, dandole una vida única al film.
Notables también Verónica Llinás (inolvidable escena con Capusotto al borde de un río cordobés) y Alejandra Flechner como la agente, aburrida pero atenta, de policía del pueblito perdido de Las Pircas. Todas las actuaciones me encantaron, ni que hablar de la aparición de Juan Carlos Mesa como el gaucho perdido en su casita de campo al que le afanan las gallinas y Damián Dreizik (también autor del guión) como el enfermo de los alimentos naturales que le prepara la vianda a su hijo con tofu "y un montón de cosas ricas más".
También hay cameos y apariciones de medio mundo: el Ruso Verea, Miguel Cantilo, Claudia Puyó, Lola Berthet y más y más. El principio y final de la película lo encuentra al gran Victor Hugo Morales hablandonos sobre el espacio y la vida en otros planteas, genial!!
No tengo mucho más para decir, salí encantado del cine, el guión, los escenarios naturales cordobeses, los diálogos, las actuaciones, todo todo me cerró por completo.
Desde acá sale un humilde y ruidoso aplauso, y una recomendación para que la gente vaya a verla.



Diego M

viernes, 7 de mayo de 2010

Also sprach el señor Nuñez (por Abelardo Castillo)

Los cuentos de Abelardo son de las mejores cosas que leí en mi vida.
Acá les dejo un ejemplo: un crudísimo análisis de la sociedad laboral, de locos, de cuerdos y de extrañas libertades. Que lo disfruten!


Also sprach el señor Nuñez

Por Abelardo Castillo


Pero un lunes, sin aviso previo, Núñez llegó a La Pirotecnia con una valija, o tal vez era un baúl grandioso, descomunal, pasó por la portería a las diez y media, no marcó la tarjeta, no subió al guardarropa. Abrió la puerta vaivén de un puntapié y dijo:
–Buen día, miserables.
Veinte empleados, tres jefes de sección y un gerente sintieron recorrido el espinazo por una descarga eléctrica que los unía en misterioso circuito. En el silencio sepulcral de la oficina, las palabras de Núñez resonaron fantásticas, lapidarias, apocalípticas, increíbles. Nadie habló ni se movió.
–Buen día, he dicho, miserables.
Núñez, con calma, corrió su escritorio hasta ponerlo frente a los demás, y, como un catedrático a punto de dar una clase magistral, apoyó el puño derecho sobre el mueble, estiró a todo lo largo el brazo izquierdo y apuntando al cielo raso con el índice, dijo:
–Cuando un hombre, por un hecho casual, o por la síntesis reflexiva de sus descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho, que el mundo, digamos, es una cloaca, tiene que elegir entre tres actitudes: o lo acepta, y es un perfecto canalla como ustedes, o lo transforma, y es Cristo o Lenin, o se mata. Señores míos, yo vengo a proponerles que demos el ejemplo y nos matemos de inmediato.
Levantó del suelo la valija, la puso sobre el escritorio, se sentó y extrajo de entre sus ropas una enorme pistola. Mientras sacaba del bolsillo un puñado de balas, la señora Martha, una dactilógrafa, dio un grito:
–¡Silencio! –rugió Núñez.
Ella se tapó la boca con las manos; de sus ojitos redondos brotaban lágrimas.
–Señora –el tono de Núñez era casi dolorido–, tenga a bien no perturbarme. El hombre, genéricamente hablando, se vuelve tan feo cuando llora... Llorar es darle la razón a Darwin. Toda la evolución de la humanidad es un puente tendido desde el pitecantropus a la Belleza. La fealdad nos involuciona. Por eso, porque sólo ella, en cualquiera de sus manifestaciones, tiene la culpa del estado en que se halla el mundo, no titubearé en eliminar de inmediato cuanto pueda seguir afeándolo. Sin embargo, quisiera que cada uno de ustedes muriese por propia voluntad. La señora Martha ya no lloraba. Él dijo:
–Sí, por propia voluntad, después de haber comprendido lo grotesco, lo irrisorio que es el empleado de oficina. Por otra parte, amigos, el suicidio es la muerte perfecta. Morimos porque se nos antoja. Nadie, ninguna fuerza inhumana nos arrastra. No hay intervención del absurdo. Queda eliminada la contingencia. Se hace de la muerte un acto razonable; quien se mata ha comprendido, al menos, por qué se mata.
Se interrumpió. Había interceptado una seña subrepticia que el señor Perdiguero acababa de hacerle al cadete.
–Oh, no. –Núñez sacudía la cabeza, apenado. –Trampas no. Oiga, señor Perdiguero, parece que usted no ha comprendido –sopesaba la tremenda Ballester Molina–. Ocurre que fui cam-peón intercolegial de tiro al blanco.
De pronto gritó:
–¡Mirarme todos!
Veinticuatro pares de ojos convergieron sus miradas en los ojos de Núñez: abejas penetrando en el agujerito del panal.
–¡Pararse!
Veinticuatro asentaderas se despegaron de sus sillas como accionadas por súbitas tachuelas.
–¡Sentarse!
Veinticuatro unánimes plof.
–¿Comprendido?
Encendió un cigarrillo. El humo, azul, se elevaba en sulfúricas volutas. Núñez meditaba. Como quien prosigue en voz alta una reflexión íntima, dijo:
–Sí. Indudablemente el oficinista no pertenece a la especie. Es un estado intermedio entre el proletario y el parásito social. Un monstruito mecánico íncubo del Homo Sapiens y la Remington. Imagino el futuro: los hombres nacerán provistos de palanquitas y botones. Una leve presión aquí, camina; otra allá, habla; se acciona aquel botón, eyacula; éste de acá, orina. No, no me miren asombrados. Eso es lo que seremos con el tiempo. Sucede que se ha degradado el trabajo; la gente ya no quiere andar de cara al sol, la camisa entreabierta y las manos sucias, de gran francachela con la naturaleza. No. El campo está vacío. Los padres mandan a sus hijos al colegio para que sean empleados de banco. Porque también eso se ha degradado: la sabiduría. Que trabajen los brutos y que estudien los locos; el porvenir del género humano está detrás de un escritorio. Si Sócrates resucitara sería gerente.
Mientras hablaba, sus manos iban dejando caer rítmicas cápsulas sobre la valija: top, top, top. Parecía absorto en aquella operación.
–¿Saben? Me dio miedo averiguar el número exacto de oficinistas que hay en Buenos Aires... De pronto bramó:
–¡Pararse!... Así me gusta: la obediencia y la disciplina son grandes virtudes. Si no, miren ustedes a Alemania: el pueblo más disciplinado de la Tierra. Por eso lo pulverizan sistemática-mente en todas las guerras. Pero, al menos, se hacen matar con orden. Sentarse. Lo que quiero decirles es que los odio de todo corazón. Y los odio porque cada hombre odia a la clase que pertenece. Ustedes, los oficinistas, son mi clase. Y nadie se asombre, que esto es dialéctica: la lucha de clases se basa, no como suponen los místicos, en la aversión que se tiene a la clase explotadora, sino en el asco personal que cada individuo siente por su grupo. Esto es simple. Si los proletarios no odiaran su condición de proletarios, no habría necesidad de hacer la revolución. Querer transformar una situación es negarla; nadie niega lo que ama. Lo que pasa es que por ahí se juntan cien mil tipos enfermos de misosiquia y, por ver si resulta, deciden dar vuelta al revés la cochina camiseta social, y es lógico que, para lograrlo, deban exaltar justamente aquello que aborrecen. Pero yo estoy solo. Yo no me siento unido a ustedes por ningún vínculo fraterno. Yo no les digo: salgamos a la calle y tomemos el poder. No me interesa reivindicar al empleado. Nunca gritaría: ¡Viva el Libro Mayor!, ¡queremos más calefacción en la oficina!, ¡dennos más lápices y tanques de birome!, ¡necesitamos cuarenta blocks Coloso más por mes! No. Yo, simplemente los odio. Y cuando les haya hecho comprender lo espantoso que es ser empleado de oficina, entonces, con la unánime aprobación de todos, procederé a matarlos.
Calló. Se había quedado mirando al cadete, un muchacho morochito, de apellido Di Virgilio. Volvió a hablar después de una pausa.
–Oíme, pibe –dijo, y en su voz secretamente se mezclaban la conmiseración y la ternura–. Vos todavía estás a tiempo. El muchacho, sobresaltado, dio un respingo.
–Sí, sí, a vos te digo. Vos todavía estás a tiempo; tírate el lance de ser un hombre. Escucha. El empleado de oficina no es un hombre. Es cualquier cosa, una imitación adulterada, un plagio, una sombra. Todos estos que ves acá son sombras. Fijate qué caras de nada tienen. Y no es que siempre hayan sido así. Se volvieron idiotas de tanto cumplir un horario, de atender el teléfono, de sacar cuentas millonarias mientras tenían un peso en el bolsillo. Vos no te imaginas cómo embestía calcular por miles cuando estás haciendo magia negra para llegar a fin de mes sin pedir un adelanto. Oí: estos sujetos tienen grafito en el cerebro, los metes de cabeza en la maquinita sacapuntas y Faber va a la quiebra, son lápices disfrazados de gente. Zombies que hacen trabajar sus reflejos a razón de noventa palabras por minuto. Autómatas que piensan con las falangetas. Pero vos todavía estás a tiempo, pibe; todavía tenes derecha la columna y aún no te salió el callito irremediable en el dedo mayor... ¿Sabes cómo se llama este dedo?
Núñez irguió, agresivo, su dedo del medio. Dijo:
–Dedo del corazón. Qué me contás. Grandioso como un símbolo; un callito que te sale, alegórico, justo en el dedo del corazón.
La señora Martha, furtivamente, enjugó una lágrima. Después, como quien la guarda, envolvió su pañuelito y lo metió en el bolsillo.
–Y, sin embargo, te va a salir: si te quedas, te va a salir. Y dentro de veinte años serás jefe de sección –al decir esto, Núñez percibió una chispa de odio en los ojos del actual jefe–, pero estarás miope, tendrás una protuberancia escandalosa junto a la uña y, de tanto vivir torcido, te vendrá una hernia de disco a la altura de la quinta o sexta vértebra. Haceme caso, si no, dentro de veinte años, después de haber viajado diecinueve mil veces en colectivos repletos, a razón de cuatro colectivos por día, vas a odiar a la humanidad, te lo juro. Yo sé lo que te digo: ándate con los jíbaros, diseca cráneos, hacete anarquista, enamórate como un cretino. Qué sé yo. Pero no sigas acá.
Di Virgilio, con la punta de la lengua asomando por entre los dientes, lo miraba. Después, con lentitud, como fascinado, se puso de pie y quedó junto al escritorio. Núñez sonreía.
–Sí, ándate. Ándate, te digo...
El muchacho empezó a caminar hacia la salida. De pronto se detuvo; con gesto de pedir permiso volvió la cabeza. Núñez se levantó de un salto. En el extremo de su brazo extendido, la pistola se sacudía frenéticamente; las venas de su cuello parecían dedos.
–¡Ándate, bestia!
Di Virgilio desapareció por la puerta vaivén. Un segundo después se ondulaba vertiginosamente en los vidrios ingleses de la ventana que daba a la calle. El hombre volvió a sentarse.
–Como decíamos hace un rato, parodiando al célebre fraile –continuó con calma–: somos una porquería. Cualquiera de nosotros tiene, como mínimo, quince años de trabajo. Esto, que ya nos acredita como imbéciles, sería suficiente para eximirnos de todo escrúpulo en lo que atañe a una eliminación masiva. Pero hay más. El trabajo, en sí, es una extravagancia; en las condiciones actuales de nuestra sociedad asume caracteres de manía paroxística, tan graves, que hay una ciencia destinada a estudiarlo. Ella nos informa que, en el presente, el hombre le dedica el sesenta y cinco por ciento de su vida, y memorizo textualmente: "más de la mitad de nuestro existir consciente y libremente propositivo". Problemas Psicológicos Actuales, de Emilio Mira y López, página doscientos siete, capítulo ocho. Y bien. Yo puedo demostrar que ese porcentaje, con ser impresionante, no es exacto. No hay tal mitad de existir libre. Sin llegar a conclusiones terroristas y afirmar, por ejemplo, que no hay en absoluto libre existir puesto que la libertad es un mito canallesco, hagamos este cálculo.
Una fría mirada de Núñez paralizó, casi sobre las teclas de las máquinas de sumar, los dedos de por lo menos cuatro empleados.
–Lo del cálculo es con la cabeza –anotó–. Cada día, semana tras semana, todos los meses de estos últimos quince años, nosotros, los oficinistas de este peligroso depósito pirotécnico –Núñez acarició significativamente la valija–, nos hemos levantado, los menos madrugadores, a las siete de la mañana, para ocupar nuestro escritorio a las ocho en punto. Hemos ido a almorzar, hemos vuelto, hemos salido a las seis de la tarde. ¿A qué hora regresábamos a nuestra casa?: otra vez a las siete, es decir, medio día después. Agreguemos a esto las ocho horas de sueño que recomiendan los higienistas más sensatos: veinte horas. Las que faltan han sido repartidas, y sigo memorizando el opus de antes, en "satisfacer nuestras urgencias instintivas", leer el diario, indignarse por el precio de la fruta, escuchar el informativo, destapar la pileta. Los más normales. Porque los otros, los que disparando enloquecidos de una oficina a otra pudieron pagar la cuota inicial del aparato televisor (que viene a ser la más sórdida, la última maquinación para embrutecer del todo al género humano), los otros, digo: ni eso. Qué tal.
Alguien hipó un sollozo.
–¿Es necesario decir qué es lo que se hace los sábados y domingos?: dormir, ir al bailongo del club, al cine, al partido, a votar. Algunos, todavía, a misa. Los solteros, salir con la novia o el novio a darse codazos por Corrientes; los casados, pintar la cocina...
–¡Basta! –clamó la señora Antonia–. Máteme.
–Aún no. La humanidad, mujer, y sólo ella, manifiesta entre los hombres la voluntad del Gran Tao... ¡Y las vacaciones! ¿Recuerdan ustedes cómo, en qué estado de ruina, volvieron de las últimas vacaciones? ¿Esto es la Vida?: ahorrar energías y pesos durante trescientos cincuenta y cinco días para extravertirlos frenéticamente en diez. Eso es la vida. Vivir a la sombra un año y agarrarse una insolación, complicada con quemaduras de tercer grado, en una semana y media de veraneo.
–Máteme –suplicó la mujer.
–No sea cargosa, señora –y Núñez la amenazó con la culata–. ¿Comprenden ustedes? Yo lo he comprendido. Yo sé lo que es viajar, cuatro veces por día, aplastado, semicontuso, horro-rosamente estrujado durante dieciocho idénticos años, en un ómnibus repleto. Indiscernible bajo una mezcolanza de trajes, tapados, sobretodos, piernas, diarios. Ah, yo sé lo que es la Humanidad, delante, detrás, encima del zapato, contra los riñones; conozco la infame satisfacción de sentir la cadera de una impúber refregada contra el sexo, o un seno tibio, abollándoseme en el codo... Ésa es la vida, la que les espera hasta que se jubilen. Y cuando se jubilen, ¡Dios mío!, de qué modo habrán perdido la chance de vivir cuando se jubilen. ¿No entienden? Ustedes ya no pueden cambiar: ya no son jóvenes como Di Virgilio, ustedes están irrevocablemente condenados a viajar así, a veranear así; a trabajar frente a un escritorio así... ¡Entiendan!, si no los mato los espera el banco de la plaza. ¿Se dan cuenta? ¿Se dan cuenta, animales, lo que significa estar jubilado? La jubilación es un eufemismo; debiera decirse: "el coma".
Núñez jadeaba. Una ráfaga, de angustia los envolvía a todos. El señor Parsimón, Jefe de Transporte, socialista, en un arranque de humanismo corajudo se puso de pie. El dedo le temblaba. Habló:
–¡Usted deforma la realidad! Usted es un maniático, un pistolero, usted...
–Usted se me sienta –dijo Núñez. Parsimón se sentó.
–Pero no me callaré –insistía; meritorio, miraba de reojo al gerente–. Usted nos quiere matar. ¿Y por qué a nosotros? Por qué no al ochenta por ciento de la población de Buenos Aires, que vive de la misma manera. ¿Eh? ¿Por qué?
–Voy a explicarle. Por dos motivos: el primero, y acaso el más importante, se sigue de que Buenos Aires no es una pirotecnia.
Volvió a acariciar la valija, consultó el reloj y sonrió enigmáticamente.
–Y, el segundo, es que en este momento estoy actuando como el representante más lúcido de un grupo social. Digamos que soy el Anti-Marx del oficinismo, y, como tal, he resuelto hacer la revolución negativa. Como Marx, pienso que esto podría originar un proceso permanente. Pero de suicidios. Iniciado el proceso, yo no hago falta... –Se interrumpió. –Lo que estoy notando es mucho movimiento. Vamos a ver: ¡pararse!... ¡sentarse!... Además, ya se los he dicho, nosotros, particularmente, somos irreivindicables.
–Lo irreivindicable para usted –quien hablaba ahora era el señor Raimundi, gerente de la firma, un sujeto pequeñísimo con cara de ratón bubónico y leves bigotitos canos–, lo irreivindicable para usted es el género humano.
Dicho esto, calló.
–Usted puede hablar enfáticamente del género humano, pedazo de cínico, porque tiene un Kaiser Carabela, no va al cine, no conoce el fixture y entra al hipódromo por la oficial; pero yo vivo aplastado por ese género humano. Yo tomo el tranvía 84 en José María Moreno y Rivadavia. Yo veo a la gente en grandes montones ignominiosos. Pregúnteles a esos perros mañaneros que alzan filosóficamente los ojos desde su tacho de basura y miran hacia el colectivo donde se apiñan cien personas, pregúnteles qué opinan del género humano. Yo he adivinado un saludo sobrador, socarrón, en la mirada de esos perros; dicen: "Chau, Rey de la Creación, lindo día para yugaría, ¿no?" Eso dicen. El amor a nuestros semejantes tiene sentido si no nos imaginamos a nuestros semejantes en manifestación. Nuestros hermanos, de a muchos, pueden producir cualquier cosa: miedo, lástima, oclofobia; pero no buenos sentimientos. La prueba más concluyente de esta verdad es que los tipos más amantes de la humanidad, los místicos, los santos, se iban a vivir al desierto o a la montaña, en compañía de los animales. El mismísimo Jesús predicaba el Amor Universal en una de las regiones más despobladas del planeta. Cuando fue a Jerusalén y vio gente, empezó a los latigazos. Mahoma, mientras estuvo solo, hablaba del Arcángel y de Borak, la yegua alada; cuando se la tomó en serio y comprendió qué es el Amor, armó un ejército.
En el entrecejo de Núñez dos arrugas paralelas caían verticalmente, profundas, hasta el nacimiento de su nariz. Murmuró algunas palabras en voz baja. El señor Parsimón pareció a punto de decir algo, pero un gesto terrible de Núñez lo detuvo.
–¡Nadie más habla! Luego, cambiando de tono:
–Y pensar que hubo tiempos en que la humanidad era feliz. Porque, saben, hubo una época en que ocurrían milagros sobre el mundo. La Tierra era ancha y hermosa. Los dioses no tenían ningún prurito en compartir el cotidiano quehacer del hombre; intervenían en las disputas de la gente; astutamente disfrazados, les violaban las esposas... ¡Época azul! Las diosas, lascivas, se revolcaban con los efebos sobre el trebolar, y era posible ver, en cualquier medianoche de plenilunio, un carro que venía por la llanura, uncido de panteras. Y sobre el carro, los dioses, fachendosos, peludos, pegando unas carcajadas bestiales, coronados con racimos de uvas... A propósito, ¿saben lo que tengo en esta valija?: una bomba de tiempo, media docena de detonadores, siete kilos de dinamita y tres barras de trotil.
Cuando acabó de decir esto, pudo presenciar el espectáculo más extraordinario que nadie contempló en su vida. Durante diez segundos, todos permanecieron mudos, estáticos, como un marmóreo grupo escultórico: después, en un solo movimiento, se pusieron de pie, corrieron hasta el centro de la oficina, se abrazaron, corearon un alarido dantesco, y, lentamente, con la perfección de un ballet, fueron retrocediendo hasta la pared del fondo. Allí, cayeron desmayados unos cuantos; los demás, con los ojos enormes elevados hacia el techo, parecían rezar.
–Exactamente así –dijo Núñez– era el terror que experimentaban las ninfas cuando llegaba Pan. Por eso, al miedo colectivo se le llama pánico. En fin. Al verlos ahí, apelmazados, no puedo evitar figurarme el Sindicato de Empleados de Comercio. Todos unidos: alcahuetes, jefes, delegados... ¡Manga de proxenetas! –gritó de pronto, y los de la pared lo miraron con horror: ojos de inmóviles mariposas clavadas por el insulto, como a un cartón–. Pero la Gran Insurrección, la verdadera, reventará como el capullo de una rosa increíble algún día. Ciertos hombres, por supuesto que no todos, comprenderán que la Armonía es la fuerza primordial del universo, y la Belleza, la síntesis última. Vendrá un profeta y dirá, mientras carga una ametralladora atómica: "¡Crearemos las condiciones del mundo venidero, restituiremos el helenismo y las máquinas serán nuestros esclavos! ¡Somos inmortales! ¡Adelante!"... Por eso, compañeros, voy a matarlos.
–¡Nuestros hijos!
–¡Nuestras esposas!
–Cállense, farsantes. Un criminal que, al llegar a su casa, embrutece a su mujer explicándole los beneficios de la mecanización contable, o las posibilidades que tiene de ser ascendido a secretario del gerente, si echan o se jubila o se muere el actual, no tiene esposa. Por otra parte, mirándolo bien a usted, no, no creo que ella lo llore como una loca. ¡Sus hijos! ¿Creen ustedes que el hecho de robarse algún lápiz para el vástago escolar les da derecho de paternidad? –Núñez pudo observar que Raimundi, al escuchar lo de los lápices, estiraba el cuello por detrás del amontonado grupo, tratando de localizar al aludido. –En verdad, en verdad les digo, que sólo los huérfanos de nuestra generación entrarán en el Reino.
Consultó el reloj. Murmuró: falta poco, y una nueva ola de desesperación convulsionó a los de la pared. La mujer que hacía un momento suplicaba ser la primera en inmolarse yacía en el suelo, grotescamente abrazada a los tobillos de Parsimón, quien, dando inútiles saltitos, trataba de desembarazarse de ella. Núñez se puso de pie. Parecía soñar en voz alta.
–Es cierto. Algunos hombres son inmortales. Yo soy de ellos. Di Virgilio se encargará de propagar mi nombre. El dará testimonio. Also sprach el señor Núñez... Cuando esto explote, otros comprenderán; dirán: él lo hizo. Cuando lo entiendan, ellos también se matarán. La hez humana será raída de la Tierra. Algún conscripto inspirado organizará el fusilamiento de los oficiales y suboficiales; los curas de aldea entrarán a sangre y fuego en el Vaticano. En crujientes hogueras serán quemadas todas las estadísticas, todos los biblioratos, todas las planillas, todos los remitos. Millones de huérfanos de empleados nacionales, en jocunda caravana, abandonarán las ciudades e irán a poblar el campo. ¡Basta de rascacielos insa-lubres!, dirán. ¡A vivir en las márgenes de los ríos, como los beduinos; no hacia arriba, lejos de la tierra, sino a lo largo! Oh, y algún día la vida será otra vez ancha y hermosa. Cuando falte espacio aquí, poblaremos la Luna y Marte. La Galaxia también es ancha y hermosa. La Belleza, coronada de pámpanos como un dios borracho, entrará triunfal en la casa del hombre, cortejada de machos cabríos... No, los hombres no nacerán provistos de palanquitas y botones. Les será restituida el alma a los hombres. ¿Comprenden? ¿Comprenden ustedes?
Algunas cabezas comenzaron a levantarse. La voz de Núñez temblaba de puro profética. Era Dionisos. Sólo los jefes y sus allegados parecían no entender. El hombre levantó la Ballester Molina.
–¡Será la euforia de vivir! –gritó, al tiempo que, con formidable estruendo, disparaba unos cuantos tiros al aire–. ¡La embriaguez! ¡La canonización de la risa! Los presidentes de los pueblos serán elegidos por concurso, en grandes Juegos Florales de poesía. Porque todos los hombres serán poetas. ¿No entienden, tarados? Esta es la chispa madre. Dentro de un instante volarán por el aire todas las instalaciones de La Pirotecnia. Dentro de un instante seremos el monumento negativo: no un panteón, un agujero. Y, de acá a cien años, pondrán una placa recordatoria en el fondo. Una placa con el nombre de todos nosotros.
Núñez, con ambos brazos levantados, seguía descargando estrepitosamente la pistola. Como copos de nieve, caían, desde el cielo raso agujereado, blanquísimos trozos de yeso. Era el momento sublime, sinfónico. De pronto, también los ojos de los jefes empezaron a brillar de felicidad. Los del suelo se habían puesto de pie.
–Así me gusta, que entiendan. Las hecatombes no necesitan más que una chispita para propagar el fuego propiciatorio: ¡nosotros somos esa chispita! Veo la felicidad en todos los rostros. ¡Adelante, hermanos! Hermanos, sí. Muramos.
En efecto, la felicidad de todos los rostros, en especial la de los jefes ahora, iba en aumento. Alcanzó su paroxismo cuando los diez policías y los empleados del Vieytes entraron por la puerta vaivén. La operación fue breve: varios puñetazos, un chaleco de fuerza, el atraso del mecanismo de la bomba, su posterior inutilización y el barrido del piso.
Perdiguero palmeaba a Di Virgilio. El muchacho, sin embargo, no parecía satisfecho. Por fin, Parsimón le dijo:
–En retribución al servicio que le ha prestado a la compañía, desde el mes que viene recibirá doscientos pesos de aumento. Raimundi le silbó algo al oído. Parsimón dijo:
–Ochenta pesos de aumento.
Se daban las manos. Todos sonreían.
–Y ahora, a trabajar –quien hablaba era el gerente–. Porque ya lo ven: sólo el cumplimiento del deber da buenos frutos. Nuestro compañero Núñez durante dieciocho años fue un empleado excelente, un hombre respetable, y una sola llegada tarde, la única de su vida, bastó para trastornarlo.
Di Virgilio parecía triste, se miraba fijamente el dedo mayor. Después irguió la espalda. Las máquinas empezaron a teclear a sesenta palabras por minuto.

Este texto fue publicado en el libro de cuentos "Las otras puertas" (Editorial Seix Barral).
El mismo fue extraído del sitio "Resistencia y debate". Este es el link original al mismo: http://resistenciaydebate.com.ar/foro/index.php?topic=3577.0

lunes, 29 de marzo de 2010

Ronda (un texto de Zulma Fraga)

Buscando algun texto perdido de mi autoría, encontré estas excelentes letras, ideales en este 24 de marzo, para ayudar a la memoria, golpearla, cachetearla, y luego ofrecer el hombro. Se los dejo:

Ronda

Por Zulma Fraga

Los jueves me levanto más temprano que nunca, porque para colmo hasta es el día de la feria, y menos mal que ya me acostumbré a descongelar la heladera los miércoles, así me queda limpita para ordenar todo después. También me gusta dejar hecho un bizcochuelo, porque es la única vez que no estoy para merendar con los chicos, y los jueves viene el novio de Estelita que después se queda a estudiar con Carlos. Pero ya tengo las cosas tan organizadas que antes de las cuatro de la tarde estoy en la parada del colectivo. Me bajo en Primera Junta y tomo el subte, y una vez que llego a Plaza de Mayo abro la cartera, saco mi pañuelo y me lo pongo en la cabeza. Allí me junto con las otras, a veces conversamos algo, o no, y doy mis vueltas y después me vuelvo a casa a hacer la cena para todos y parece mentira, pero al final el jueves es el día que menos pienso en Luis, y que me siento más tranquila con él.

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